
Caminaba de la Plaza de San Marco, esnucado.
Tenía marcado los caminitos debajo de los ojos.
Apareció en El Florian, buscándola.
Sorprendido por aquel rostro,
su rostro reflejado en el vidrio.
Sin nombre propio
ni el suyo.
Y las manos llegándole a los pies.
Huecos y mojados.
Dejó los libros, los cafés.
La vio allí, de blanco.
Le colocó la flor en el regazo.
Escuchó todos los aplausos,
pero no los hubo.