
En un destartalado taller de la Calle Estación Abajo un viejo arreglaba aparatos electrónicos de todos los tiempos. Los pocos que lo conocían le llamaban genio. Otros le decían adelantado a su tiempo. Aunque nadie sabía en realidad cuál era su nombre, todos se referían a él como don Pablo, pues la vieja pintura del taller aún dejaba ver desgastado ese nombre en una pared.
Hacía poco que él había llegado a este pueblo sin nombre en un valle de la cordillera Andina. Un lugar a tres horas de la ciudad más cercana. Mochileros, algunos locales y gente retirada componían el ciclo habitual de la población del lugar. Un sitio perfecto para esconderse del mundo o echarse a morir como los elefantes viejos.
Muy posiblemente esta última teoría se adaptaba más a su realidad. Intensos surcos marcaban su frente ya percudida por el tiempo. El pelo había comenzado a caerse y estaba dejando áreas despobladas en su cabeza. Sus brazos mostraban manchas hepáticas. Y sus manos no eran tan firmes ni precisas como la primera vez que llegó a este pueblo.
“Las intermitencias del tiempo dejan huellas en el cuerpo”. Esta frase se la repetía en su cabeza como si la sacara de un libro. Y luego seguía divagando “La regeneración celular es un proceso largo y una vez se interrumpe en el tiempo es imposible reparar el daño”. Su delirio fue interrumpido por la campana de la puerta principal del taller. Al parecer era un mochilero. No sobrepasaba los veintitantos años. Su cámara estaba averiada por una caída cuando subía una montaña
“¿Don Pablo?”, preguntó el joven.
Sin ganas de contestar, don Pablo se limitó a decir, “¿qué te trae por aquí?”.
“Mi cámara no está enfocando bien, se me acaba de caer”.
“¿Tienes algún lugar donde te estás quedando?”, le preguntó.
“Sí, en el hostal donde está el bar de la esquina”.
“Si me la dejas, al rato paso por allí y te la llevo. A ver si se puede hacer algo con ella”.
La vieja Minolta parecía que había pasado por varias generaciones antes de caer en manos del muchacho. Don Pablo recordaba haber visto una como esa nueva de paquete en los años ochenta. Esa fue su segunda intermitencia en el tiempo. Con su memoria fotográfica dio con el fallo en minutos. La limpió y la dejó en perfecto estado al par de horas. Estaba lista para dar unas cuantas batallas más.
Don Pablo llamó al hostal y acordó verse con el joven en el bar del mismo. El muchacho era uno de esos retro hipster millennials que le gusta andar con una cámara ochentera, poner discos de vinilo y conocer gente peculiar, por no decir extraña. Era un conversador innato, lo aprendió de su abuela.
Apenas caía la tarde cuando Don Pablo cruzó la puerta de aquel antro. El joven lo invitó a una cerveza antes de ver la cámara o saber de su estado. Es que este señor caía en la descripción perfecta de gente peculiar y extraña que a él le gustaba conocer. Por eso no dejó que se sentara bien cuando le preguntó:
“¿Es usted de aquí?”
“Sin formalismos, soy más joven de lo que aparento. Llevo poco aquí.”, con una sonrisa algo cínica y dolorosa en los labios contestó don Pablo.
“Es que un taller de electrónica no cae con el perfil de este lugar”.
“El tiempo te obliga a hacer cosas impensables”.
“¿De dónde viene usted?”
“Repito sin formalismos. Soy un viajero en el tiempo”.
Los dos se rieron al mismo tiempo. Y al segundo parecían como si las memorias de don Pablo se abrieran por sí solas.
“Claro, claro. Don Pablo, el viajero del tiempo, dígame por dónde ha viajado”, el joven le preguntaba mientras se reía de este viejo que algún fusible se la había fundido y él mismo no había podido arreglar.
“Empecemos por El Obeid en Sudán a principios de los sesenta. Douala, Yaoundé y Batoun en Camerún, entre el ‘67 y el ‘69 si mal no recuerdo. Ah, y Mounana en la República del Congo. Esa fue mi primera intermitencia en el tiempo.”
“¿Intermitencia en el tiempo?”
“Sí, son fracturas en el tiempo que se hacen cada vez que salto”, don Pablo sonaba como burlándose del joven. “Cada intermitencia daña mi regeneración celular y me pongo más viejo. Como un cáncer súper lento. ¿Quieres que siga con Japón, China, Nepal e India en la década de los ochenta? Esa fue mi segunda intermitencia. Y ahí aprendí a reparar las Minolta que tienes en las manos”.
El joven por poco escupe su cerveza de la carcajada que estuvo a punto de salir. Tuvo que hacer buche y dejar que casi le subiera por la nariz. Pero no quería ofender al viejo que tenía al frente. Y menos cuando su historia, totalmente invención de una mente vieja, era la mejor que había escuchado en buen tiempo.
“Bueno y ¿qué lo trae a este tiempo?”, preguntó con cierta seriedad el joven, como queriendo esconder cualquier tono burlón.
“Yo trabajaba en un laboratorio nuclear creando intermitencias en el tiempo con mi esposa. Un día en un experimento la perdí en un salto. Ella desapareció para siem…”
Antes de que este “siempre” saliera de su boca, 459 años atrás en el tiempo, el hombre del mañana había vuelto a encontrar a la mujer del mañana en una quinta intermitencia del tiempo, justo al final del punto de fuga de una cámara cuando un joven probaba su enfoque.